miércoles, octubre 11, 2006

Historias de Lesbianas - 5


Otra vez de cero

"La gota que rebalsó el vaso fue cuando me dijo que quería ser mamá. Yo, sin sospechar lo que vendría, me puse feliz y le dije que a mi me encantaría tener un hijo con ella. Acto seguido, comencé a enumerar las distintas opciones que tenía una lesbiana para ser mamá. Pero ella, sin inmutarse y con una seriedad que me heló la sangre me dijo: lo que pasa es que yo quiero tener un bebé con todas las de la ley, dentro de un matrimonio y con un hombre que asuma su rol de papá".

por Angie Inostroza *

Nací con el nuevo milenio, cuando tenía veintidós años y cuando me asumí como lesbiana. Aunque pensándolo bien, asumir es una palabra muy grande. Creo que más bien, reconocí en mi interior que los hombres me eran total y absolutamente indiferentes y que las mujeres eran definitivamente las que me revolvían todas las hormonas del cuerpo. Pero de ahí a exteriorizarlo... pasarían varias lunas.

Y es que reconocer no es lo mismo que asumir, porque desde ese cambio de milenio pasaron dos largos años para que por fin probara en la práctica lo que es amar a una mujer. Antes de eso, era todo platónico: suspiraba por la profesora del colegio, soñaba con la compañera de la universidad y me pasaba películas con la vecina. Todo esto mientras el resto del mundo me veía pasear de la mano con el galán de turno, pantalla perfecta que mi cobardía me impidió abandonar durante mucho tiempo.

Esa horrible dualidad, ser lesbiana en tu corazón y ser heterosexual de la boca para afuera fue la peor etapa de mi vida. Pero ¿cómo renunciar así como así a la comodidad e inercia de lo socialmente aceptado?.

Tenía yo por ese entonces un novio con el que llevaba cerca de dos años de perfecta armonía. Mi familia lo aceptaba, mis amigos lo aceptaban, y por primera vez en mi vida, me vi libre de aquella odiosa pregunta que me había perseguido toda mi vida y que cada vez me obligaba a inventar nuevas y originales respuestas: "¿Y tú?, ¿por qué nunca has pololeado?".

Y así estuvimos juntos dos años. Para mí él era mi amigo y la persona que iba conmigo a aquellos lugares a los que nadie me acompañaba (entiéndase bares, tiendas de libros y festivales de rock). Pero nada más. Incluso, el sexo era de mentira. Para mí era un simple trámite, casi una obligación de polola que cumplía con la más absoluta indiferencia, eficiencia y heroísmo. Nada más simple que acostarse, abrir las piernas y fingir un rato; todo eso para que nada alterara la perfecta armonía, la vida normal, la vida que todos querían para mí. Me avergüenza decir que la primera vez que tuve sexo con un hombre fue por la simple razón de que me daba lata ser la única virgen en mi lugar de trabajo.

Hasta que me aburrí. Para no terminar tan abruptamente con mi pololo y para que él mismo tomara la decisión de dejarme, comencé a decirle que me gustaban las mujeres, que había cierta chica de la oficina que me inquietaba bastante y que alucinaba con la actriz Angelina Jolie, entre otras. No sólo no me dejó, sino que me llevó al cine a ver "Tomb Raider" y "Pecado Original" y le puso divertidos apodos a la niña del trabajo que a mí me gustaba. Creo que en su ser interior de macho, creía que nada podría nunca superar la grandeza de su pene, así que el hecho de que me gustaran las mujeres no era un amenaza mayor.

Y nunca tomó en serio lo que le decía. Llegué hasta a inventarle que me había besado con esta supuesta "amiga" del trabajo, hecho que no lo inquietó en lo más mínimo. Incluso me preguntó cómo había sido la experiencia. Fue entonces cuando me dijo: "Mientras no me cambies por una mina, todo bien".

El tiempo pasaba y mi corazón volaba detrás de una falda y de los lindos senos de la vendedora de la tienda de la esquina. A la fuerza comencé a llevar a mi pololo a discos gays, debiendo mirar de lejos a las felices parejas de mujeres que se besaban y bailaban y debiendo soportar los homofóficos comentarios del hombre que se hacía llamar mi pareja. "Vámonos de aquí que está pasado a fleto". Entonces yo me indignaba y le decía que con esos comentarios también me hería a mí. Él se enojaba y se daba media vuelta, pero a los veinte minutos ya estaba de nuevo con toda la cara llena de risa. ¿Se dan cuenta? ¡No me tomaba en serio!

Y yo, víctima de la cobardía, no me atrevía a dar el paso definitivo. El colmo de lo patético llegó cuando cierto día haciendo el amor con él, cerré mis ojos y me imaginé la piel de una mujer en mis manos, su pelo largo cayendo en mi cara y sus senos oprimiéndose rítmicamente en mi pecho, rozándome con sus pezones y alejándose después. Entonces me dije: No más.
Todo siguió igual. Para los demás, incluido mi pololo, éramos la pareja ideal. Los amigos hasta nos pronosticaban un pronto matrimonio y una cuantiosa prole. Pero en mi interior, un grito desesperado luchaba por emerger, amenazando con echar abajo el castillo de mi estabilidad. Estaba a punto de volverme loca. Debía hacer algo, debía hacer que la vida valiera la pena. O si no ¿Para qué vivirla?

Hasta que me enamoré. Y por ella dejé todo lo socialmente aceptable, por ella dejé toda mi falsa vida y pude por fin y para siempre romper la máscara que había llevado durante veintidós años. Era rubia como un ángel y trabajaba en un comedor al que el destino me llevó cierto día a la hora de almuerzo. Y lo mejor es que con ella pude por fin perder mi virginidad, pero la verdadera virginidad, la que se pierde sólo con el amor. Pero eso es harina de otro costal. O de otro capítulo.


2 comentarios:

Claudia dijo...

Muy buen relato, te felicito

Unknown dijo...

uuufff me fascino pz tiene mucho parecido a mi vida