miércoles, octubre 11, 2006

Historias de Lesbianas - 2


La rubia angelical

"De repente, mis pensamientos se vieron interrumpidos ante la certeza de sus poderosos ojos verdes felinos sobre mí. Mientras mis compañeros hablaban de los resultados deportivos del fin de semana, la rubia no despegaba sus ojos de mí y entre cucharada y cucharada de sopa, se las arreglaba para regalarme una coqueta sonrisa".

En resumen, mi vida era una porquería. Sabiendo en el fondo de mi corazón que yo era lesbiana, insistía en mantener una relación con un hombre que no me interesaba ni atraía, pero que a cambio me daba estabilidad y de paso, el consentimiento y la felicidad de mi familia. Y así era yo. Frustrada, pero "convenientemente convencional".

Un día a finales de septiembre, fui a almorzar con un grupo de compañeros de trabajo. Eran todos hombres. Sabiendo que la conversación iba a dar vueltas en círculos por el fútbol, la política, los autos y los chistes subidos de tono ( sin consideración alguna por mí), luché hasta el último momento por no tener que ir con ellos, pero ante la insistencia no me quedó otra.

El pequeño, pero hermoso casino quedaba en el segundo piso de un céntrico edificio. El ambiente del local era muy familiar, y por eso, todos los comensales eran fieles y asiduos parroquianos. Nos instalamos en una mesa ubicada en el centro del salón y pedimos el menú del día. Tal como lo anticipé, el almuerzo mismo y la sobremesa se transformaron en un martirio para mí. La idea de tener escuchar a tres hombres monotemáticos y aburridos no era mi ideal para la hora de colación, pero este oscuro panorama estaba apunto de cambiar.

En una mesa cercana, justo detrás de mis compañeros, se sentó a cumplir con su hora de colación una de las cocineras del casino. De no ser por el delantal rosado que llevaba puesto y que la identificaba como tal, jamás habría relacionado a esa mujer rubia de ojos verdes con la extenuante labor de la cocina de un casino. Lucía tan fresca y descansada, tan etérea, tan celestial...

De repente, mis pensamientos se vieron interrumpidos ante la certeza de sus poderosos ojos verdes felinos sobre mí. Mientras mis compañeros hablaban de los resultados deportivos del fin de semana, la rubia no despegaba sus ojos de mí y entre cucharada y cucharada de sopa, se las arreglaba para regalarme una coqueta sonrisa. Y yo, en vez de corresponderle como me lo ordenaba mi corazón y todo mi cuerpo, me fui hundiendo cada vez más en mi silla, reflejando mis nervios en cada movimiento que hacía. Mis orejas ardían, se me caían las cosas de las manos, mi frente sudaba, mi cuerpo temblaba.

- ¿Te sientes mal? - Me preguntó uno de mis compañeros.

- Me duele un poquito la cabeza. Mejor me voy a la oficina - y diciendo esto me puse de pie y comencé mi penoso trayecto hasta la salida.

Cuando la rubia me vio, se puso inmediatamente de pie y se instaló en la caja para recibir mi pago. Nerviosamente le entregué dos mil pesos y ella me dio mi vuelto con un suave, imperceptible y sugerente roce de manos.

Volví al otro día, y al siguiente y durante todos los días del mes. Pero cada vez me iba con las manos vacías, con sólo un par de miradas insinuantes, con una sonrisa deslizada entre las bandejas y entre la bebida light que tanto me gustaba. Hasta que no aguanté más: decidida, enamorada (creo) y ansiosa hasta decir basta, me dirigí hacia la rubia que ese día estaba encargada de la caja.

- Hola - le dije con firmeza

- Hola - contestó

- ¿A que hora sales hoy? - pregunté arriesgándome al máximo, sabiendo que tal vez lo de las miradas y lo de los roces fuera sólo producto de mi acalorada imaginación.

- A las seis ¿Dónde quieres que te espere?

Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Ahora que la tenía en mis manos no sabía qué hacer. Me dieron ganas de salir corriendo, de no volver nunca, de decirle que era una broma y que no se pasara películas.

- Juntémonos al frente, en la pileta de Poseidón - le dije

- Ahí te espero - me sonrió mientras recibía mi dinero y me entregaba el vuelto. Esta vez, el roce de nuestras manos no fue imaginario. Fue firme y verdadero.

Nos juntamos a las seis en el lugar convenido. Sin su delantal rosado y envuelta en un sensual abrigo negro se veía más hermosa de lo que recordaba. Su nombre era Angélica. Imaginé que semejante mujer debía ser y haber sido siempre el sueño de muchos hombres, y que por ella, tal vez muchos perdieron alguna vez la razón. Y ahora era mía.

Fuimos a un concurrido bar del sector y pedimos vino tinto para entrar en calor. Me contó de su vida, me dijo que era profesional, que estaba cesante, que el casino era de su papá y que mientras no encontrara un trabajo en su profesión, trabajaba allí y recibía un modesto sueldo con el que podía darse pequeños lujos, como estar sentada conmigo fumando y tomando un vino de la mejor calidad.

De repente noté que durante todo el día no me había acordado de mi pololo. Y menos en este momento en que la rubia comenzó a deslizar su pierna sobre la mía mientras jugaba con su copa de vino y hablaba de poesía y de viejos filmes y estrellas de Hollywood.

Salimos abrazadas, con el calor del vino aún en nuestros cuerpos. Por primera vez en mi vida me sentía auténtica, libre y verdadera. Me saqué la máscara que había llevado toda la vida, la arrojé en medio de la calle y salté sobre ella hasta que se hizo mil pedazos. Mi rubia angelical tomó mis manos, las abrigó con las suyas y mirándome dulcemente me dijo: "¿Vámonos a mi casa?"

(continuará)

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