miércoles, octubre 11, 2006

Historias de Lesbianas - 7


Volver a los dieciseis

"Ocurrió cuando yo tenía dieciséis años y cursaba tercer año medio. El período escolar se había iniciado hacía ya una semana y cuando ya nadie esperaba algo nuevo que nos salvara de la rutina llegó Amanda. ¿Qué era lo que me estaba ocurriendo? No lo sabía".

Escudriñando entre los diversos archivos, recortes de prensa y fotografías de temática lésbica y gay que mi amiga Catalina colecciona y amontona en forma sistemática en los espaciosos cajones de su escritorio, me encontré con un reportaje vivencial que se titulaba "Ambigüedad total", el cual se refería a la última moda pendeja (según el periodista) del carrete gay lésbico. El artículo relataba las acaloradas tardes de domingo de una disco santiaguina, en donde los adolescentes gays y adolescentes lésbicas, daban rienda suelta a sus pasiones.

No era la primera vez que me encontraba con un reportaje de este estilo. Una vez leí algo así como "t.A.t.U, las rusas que tienen a las lolitas viviendo su bisexualidad sin tapujos". Por supuesto que una cosa así en mi época de colegio (estoy hablando de principios de los noventa), habría sido impensable. Es más, creo que en ese entonces la mayoría de nosotras ni siquiera manejaba el concepto de lesbianismo, ya que el tema de la homosexualidad en general se reducía a la burda y afeminada imitación del "colita" que hacían los humoristas de la época y para qué decir de las lesbianas, que ni siquiera se mencionaban.

- Catita, ¿no sientes como si alguien nos hubiera robado esa etapa de nuestras vidas? - pregunté a mi amiga que en ese momento luchaba por pegar en la pared un desteñido póster de Marlene Dietrich.

- ¡Por supuesto que nos la robaron! Por eso debe ser que siempre me quedo mirando como tonta a las liceanas en uniforme

- Bueno, yo también las quedo mirando - le confesé con cierto pudor

Aclaremos que no soy una sicópata que anda por las calles mirando las piernas y pechugas de las niñitas con uniforme. Lo mío es más nostalgia que otra cosa. Y es nostalgia porque cuando yo estaba en el colegio también me enamoré de una compañera, de mi mejor amiga, pero tuve que callar con el dolor de mi corazón lo que sentía por ella, porque en ese entonces ser distinta era una vergüenza, era lo peor que le podía pasar a una adolescente que sólo quería encajar en el grupo y ser aceptada. Tuve que callar. Hasta ahora.

Ocurrió cuando yo tenía dieciséis años y cursaba tercer año medio. El período escolar se había iniciado hacía ya una semana y cuando ya nadie esperaba algo nuevo que nos salvara de la rutina llegó Amanda. Su papá, que era carabinero, había sido trasladado a nuestra ciudad hacía sólo un mes, por lo que Amanda aún no tenía amigos. Me bastó verla sentada tímidamente en una de las bancas de patio, con su impecable uniforme recién comprado, para que todo el mundo a mi alrededor desapareciera y mi universo se redujera a sus grandes ojos claros. ¿Qué era lo que me estaba ocurriendo? No lo sabía. No podía explicar por qué su cabello largo me parecía el de un ángel calcado de las más celestiales pinturas, por qué su andar dejaba tras de si los más dulces perfumes, por qué su piel me parecía la más hermosa que una niña de dieciséis años podía tener, por qué su voz y su risa acaparaban toda mi atención y por qué ahora lo único que quería era ir al colegio. Nada sabía.

En ese entonces, como ya dije, la palabra lesbianismo no tenía ningún significado para mí y la homosexualidad, en general, era un concepto borroso del que nadie hablaba.

Mi primera misión fue hacerme su amiga a cualquier precio, tarea que se me dificultó por ser Amanda una de las más bonitas del colegio, con una popularidad creciente entre el género masculino. Fiel al dicho "quien te quiere te aporrea" empecé a tratar de ganar su atención empujándola, molestándola y tirándole el pelo. Obviamente, con mi inmaduro comportamiento no buscaba seducirla. Sólo quería que se fijara en mi. Sólo quería salir del anonimato y pasar a ser su amiga, su amiga especial, la mejor.

Lo bueno es que todo este comportamiento infantil dio resultados y un día Amanda se meacercó y me dijo "¿Y por qué en vez de pelear tanto no somos amigas?" Dicho y hecho.

Un meses me demoré en conseguir mantener con ella un fluido intercambio de cartas en las cuales nos contábamos todo lo que una niña puede sentir en su corazón de adolescente. Dos meses en que me llamara sólo a mí para irnos juntas a las fiestas. Tres meses me tomó sentarme a su lado en la sala de clases y ser su única confidente. Nunca había sido más feliz.

¿Qué era lo que sentía por ella? Sentía la inmensa necesidad de estar a su lado todo el tiempo. Mi mañana sólo comenzaba cuando la veía aparecer por el portón del colegio con su andar sinuoso, saludando al inspector y cosechando piropos a su alrededor. Cada minuto con ella era mágico, cada palabra surgida de su boca era la precisa y la correcta. Si me miraba yo caía a sus pies. Si me abrazaba me sentía desfallecer. Pero aún así no me daba cuenta de mis verdaderos sentimientos por ella. O mejor dicho, no quería darme cuenta de lo que en realidad sentía.

Hasta que con los primeros calores de la primavera me llegó la gran revelación. Estabamos en clases de gimnasia, preparándonos para comenzar una "interesante" y "entretenida" sesión de flexiones y elongaciones, cuando Amanda hizo su ingreso al gimnasio. Mientras pedía disculpas a la profesora por su atraso, comenzó a sacarse su pantalón de buzo, quedando sólo con unos diminutos y ajustados shorts blancos que nada dejaban a la imaginación.

Por primera vez, después de todos esos meses, pude ver algo más que esa pequeña fracción de piel que queda entre la falda de colegio y las medias grises. Sus piernas eran largas y tonificadas, con un bronceado natural que nada tenía que envidiarle al obtenido en el mejor solarium. Un pequeño e imperceptible calor recorrió mi rostro.

En ese momento supe y tuve la absoluta certeza que mi mayor deseo era poder tocar su piel y, por qué no, todo su cuerpo. Y entonces lo supe por fin: lo que sentía por mi amiga era una incuestionable atracción sexual.

Entonces comenzó mi sufrimiento. Amanda se volvía cada vez más popular y entre sus pretendientes se encontraban los chicos más codiciados del colegio. Ella, como típica niñita que sabe lo que tiene, se hacía de rogar y rechazaba la compañía de sus admiradores, manteniéndome a mí como su única y fiel compañera de andanzas.

Hasta que llegó la última fiesta del curso antes del verano. Una compañera había cedido su casa para tales efectos y como sus papás estaban fuera pudimos dar rienda suelta a la diversión.

Amanda estaba preciosa. Consciente de su requerida belleza, había elegido para la ocasión una seductora polera roja escotada y unos ajustados jeans. Desde un rincón la veía bailar con mis compañeros. Desde la oscuridad y con un vaso de vodka naranja, la veía disfrutar de la noche sin mí. Oculta de todos los demás, contemplaba ese cuerpo que nunca podría tener, miraba su boca que era la eterna negación de un beso.

Sin poder resistirlo y con varios vasos de vodka en mi cuerpo, corrí a la pieza más cercana y me encerré a llorar. Alguien entró justo detrás de mí. No me importaba que me descubrieran llorando. Total, nunca falta una excusa para hacerlo, menos si estás borracha.

- ¿Qué te pasa? ¿Te sientes bien? - me preguntó Amanda mientras despejaba el cabello de mi cara y trataba de buscar mis ojos.

Sin contestarle la abracé con fuerza y lloré con toda la rabia de mi corazón roto. ¿Qué esperaba yo de ella? ¿Qué podría ella darme? ¿Qué podría entregarle yo? Nada. Entonces recapacité y me di cuenta que, aunque ella así lo quisiera, yo nunca sería capaz de pasar por encima de todos los convencionalismos de la época y por encima de mis compañeros de curso para tener una relación lésbica. ¿Para qué sufrir entonces? Sin aflojar el abrazo que nos unía y como queriendo aferrarme a lo poco que de ella me quedaba, deslicé en forma irracional e inconsciente los dedos de mi mano derecha por debajo de su blusa, sólo unos centímetros por su espalda, nada terrible, nada sospechoso. Pero ella lo supo todo en ese momento. Su cara se cubrió con una mezcla de asco y decepción y sin siquiera mirarme a la cara me dijo "¿volvamos a la fiesta mejor?"

Sí. Cada vez que veo a las niñas con uniforme y cada vez que leo de esta supuesta apertura sexual adolescente, me pregunto si las cosas habrían sido distintas para mí si hubiera nacido diez años después. A lo mejor ahora no me complicaría tanto con el tema. A lo mejor no habría tenido que esperar un cuarto de siglo para decidirme a ser feliz. A lo mejor... tantas cosas. Pero de nada sirve lamentarse. La edad es un detalle y sólo de mí depende recuperar el tiempo perdido. Además, sólo tengo veintiséis años... ¿cómo sé si en una de esas una chica de dieciocho toca mi puerta? Nunca se sabe. Aunque, sinceramente, las prefiero mayorcitas.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanto la histori, es mui parecido a lo q me paso a mi por primera vez cn una amiga!! Tubo el ismo final, ella me dijo q no sentia lo mismo por mi y qe no me preocupara x nuestra amistad...pero esa amistad ya no existe porqe ella ya no cintesta mis mensajes ni mis mails...pero tengo la suerte de conocer a muchas chicas q si qieren mis besos!!y con eso me basta:)

sofia dijo...

q buena estuvo esta historia aunq no mtuvo un final feliz como todas

Anónimo dijo...

saludos

Anónimo dijo...

Muy buena la historia