miércoles, octubre 11, 2006

Historias de Lesbianas - 3


Una noche en un castillo

"Hasta que por fin llegamos a su casa. Vivía en un enorme caserón de dos pisos que había pertenecido a su familia por generaciones. Ahora, añoso y frío, había sido entregado a ella, quien lo mantenía oscuro pero acogedor, decorado con un estilo medieval o gótico. No podría explicarlo, pero me sentí en las entrañas del castillo del Conde Drácula, lista y dispuesta para ser devorada, idea que me resultaba absolutamente deliciosa".

- "¿Vámonos a mi casa? - me dijo la rubia Angélica, mientras tiraba de mi mano para acercarme a ella.

Debo reconocer que sus palabras me provocaron un terrible nerviosismo. Nuevamente desfilaron por mi cabeza las mismas preguntas que me habían atormentado durante todo ese último mes: ¿Qué va a pasar cuando estemos solas? ¿Qué voy a hacer con semejante mujer?.

Hubiera matado en esos instantes por un manual de instrucciones o una guía "Hágalo usted misma en diez simples pasos". Mi inexperiencia estaba jugandome una mala pasada; estaba a punto de dejar pasar aquel momento mágico que tanto había esperado por el simple temor que me provocaba lo desconocido. ¿Y si me voy? ¿Y si vuelvo a mi casa, a mi tranquilidad, al mundo real, a mi pololo y a la rutina?. Mientras pensaba en todo esto, la rubia ya había hecho parar un taxi y me invitaba a subir, ofreciéndome sus brazos como protección contra el frío y contra las oscuras calles de la ciudad que el vehículo atravesaba a toda velocidad.

Vi pasar por las ventanas todo lo que yo había sido, toda la mediocridad de mi vida en penumbras, de mi falsa alegría en la que todo era importante, menos mi propia felicidad. La opinión de mi familia, lo que pensaran mis amigos, lo que me fueran a decir en el trabajo, lo que fueran a pensar de mí todos y cada uno de los habitantes del planeta tierra.

Y me di cuenta que proteger a los que quería para que no pasaran un mal rato por mi culpa, me estaba costando mi propia felicidad. No podía permitir que personas que ya tenía su vida hecha interfirieran y se sintieran con derecho a opinar sobre lo que sería la mía, mi vida, la vida de una mujer hecha y derecha de veintiséis años.

Apreté la mano de Angélica y miré hasta el fondo de sus ojos verdes.¿Cómo podía ser algo malo querer entregar y recibir amor de esa mujer tan bella?.

Hasta que por fin llegamos a su casa. Vivía en un enorme caserón de dos pisos que había pertenecido a su familia por generaciones. Ahora, añoso y frío, había sido entregado a ella, quien lo mantenía oscuro pero acogedor, decorado con un estilo medieval o gótico. No podría explicarlo, pero me sentí en las entrañas del castillo del Conde Drácula, lista y dispuesta para ser devorada, idea que me resultaba absolutamente deliciosa.

Angélica apareció con dos copas en la mano y más vino. A esas alturas de la noche yo ya estaba bastante mareada, pero también estaba nerviosa, así que no rechacé el ofrecimiento. La puerta de salida estaba frente a mí, invitándome a salir corriendo y terminar de una vez con este incómodo episodio. Pero mis piernas no me obedecían; quería estar ahí, quería que ella me besara, que me abrazara, que me tocara; quería descubrir de una vez y para siempre si existía aquello llamado deseo, quería en pocas palabras conocer aquello que antes sólo había leído en los libros. Y todo eso se resumía en una sola cosa: quería tener un orgasmo.

Angélica llenó lentamente las copas mientras yo encendía su equipo de música y ponía undisco compacto de Tori Amos. La habitación en la que estábamos era enorme, y como mobiliario sólo tenía un sillón azul, una mesa para cuatro personas y un estante para los libros y la radio, por lo que la música se veía magnificada por el eco proveniente del vacío.

Sentadas en el sillón brindamos por habernos conocido y por estar juntas en aquella noche mágica de luna llena que prometía aún mucho más. Angélica vestía una blusa blanca, y por los botones entreabiertos podía ver el encaje de su ropa interior. Entre conversación y conversación, se acercaba cada vez más a mi. Yo estaba inmóvil en mi sitio, asustada. Ella, notando mi nerviosismo, me pidió que me relajara, que me dejara llevar, que rompiera esa barrera que me impedía ser yo misma y que me impedía ser feliz.

Su boca estaba muy cerca de la mía y su aliento cálido terminó por derribar todas mis defensas. Lentamente y en forma cautelosa, posó sus labios en los míos y me regaló mi primer beso de amor. Su boca de mujer era dulce y suave, sus labios suculentos me recorrieron con una suavidad y ardor hasta entonces desconocidos para mí.

Todo era nuevo y delicioso, yo era como arcilla que adquiría por fin su forma definitiva bajo el poder de sus manos. De a poco y sin agresividad nos despojamos de nuestras ropas, entregándole yo la primicia de mi cuerpo y enseñándome ella la tersura de su piel.

Tuve que luchar en mi mente contra los prejuicios propios de una cultura fálica que no se concibe el sexo si no existe un pene de por medio. Pero esa noche Angélica me enseñó que el pene es un accesorio facilmente reemplazable y que nadie mejor que una mujer para dar placer a otra mujer. Sin necesidad de un manual de instrucciones, amé a Angélica con todo mi cuerpo, recorrí sus formas y sus rincones mas ocultos, le di todo el amor que había acumulado durante veintiseís años, descubrí mil caricias nuevas y recibí toda su ternura, toda su humedad, todo su aroma, todo el fuego de su pasión.

Por la mañana despertamos abrazadas. A diferencia de lo que me ocurría con mi pololo, la cercanía de su cuerpo sudoroso y el aroma que se desprendía de su piel no me causaron rechazo. Y no lo hicieron porque yo era parte de él. En una noche de amor fuimos una, y no fue por obligación, por deber o porque no me quedaba otra salida. Fue porque así lo quisimos y así lo deseamos. Ahora solo me quedaba una cosa por hacer: terminar con mi pololo y empezar por fin a vivir.

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