Margarita Pisano
La historia de la especie humana está demarcada con cuerpos sexuados diferentes, cuerpo-mujer/cuerpo-hombre. Sobre estos cuerpos se construye todo un sistema de significaciones, valores, símbolos, usos y costumbres que normalizan no sólo nuestros cuerpos, sino la sexualidad y, por ende, nuestras vidas, delimi-tán-donos exclusivamente al modelo de la heterosexualidad reproductiva.
La reducción de la sexualidad al espacio reproductivo es fundamental para declarar al cuerpo como objeto para ser dominado, en contrapunto a lo superior: la mente y el espíritu. El hombre superior es aquel que domina su cuerpo, y para el cual el cuerpo es algo molesto pero inevitable. El corte conflicto entre cuerpo y mente es una de las zonas donde se experimenta el dominio, donde se instala la construcción de las carencias y se asignan las capacidades. El crear, pensar, organizar y elaborar valores, es lo que se define como masculino y traduce a su cuerpo en lugar de entrenamiento y desarrollo para el dominio, tal como piensa sus cuerpos culturales (academia, instituciones deportivas, ejércitos, iglesias, etcétera). Cuerpos que se recuperan, se legitiman y admiran dentro de la cultura masculinista.
El cuerpo mujer, por el contrario, es un cuerpo subordinado a su función reproductora. Reducido a sujeto instintivo y/o a objeto de placer, anulado como sujeto pensante, gracias a esta operación cultural de cuerpo supeditado al dominio.
Estos son algunos de los signos con que se construyen las ideas de feminidad y donde la mujer pierde automáticamente la autonomía e independencia, para formar parte de una masculinidad que nos piensa y diseña nuestra subordinación en todos los ámbitos de la cultura, subordinación que es mucho más sutil y profunda de lo que aparentemente pudiéramos apreciar.
La cultura contemporánea no ha hecho sino afinar la sumisión y desligitimación de las mu-jeres, éste ha sido el hecho fundacional del patriarcado que se extiende y perfecciona en la cultura masculinista contemporánea, aunque haga el juego de apariencias democráticas e igualitarias. Detrás, existe una historia de represión donde las mujeres han sido desprovistas de la palabra y de proyectos políticos, lo que hace imposible salirse del lugar asignado. Es en este lugar simbólico donde se usa la sexualidad como un acto de apropiación que conlleva la dominación como idea de construcción cultural.
Para que todo este engranaje de significaciones opere, la historia de las mujeres ha sido focalizada en el ejercicio de amar sobre el pensar. El amor adquiere una dimensión invasiva y prioritaria, correspondiendo de esta manera al mandato cultural: las mujeres aman y los hombres piensan. En este espacio amoroso subordinado, las mujeres ejercen sus pequeños poderes, sus resistencias, sus tretas, sus influencias; único espacio de poder relativo que les pertenece. Contradictoriamente no somos las mujeres las amadas por la cultura, sino más bien, las deseadas, poseídas y temidas. Son los hombres los amados, tanto por las mujeres como por los propios hombres, construyendo así una cultura misógina que ama a los hombres y desprecia a las mujeres.
Se podría desprender entonces, que las mujeres que aman a mujeres, es decir, las les-bianas, no sólo transgreden este mandato histórico de subordinación a lo masculino, sino que, al mismo tiempo, poseen la potencialidad de sanarse de la propia misoginia para resim-bo-lizarse, no en función de otros, sino de sí mismas. Esta socialización contiene una trampa muy potente, pues cuando amamos a una mujer dentro del orden simbólico mascu-li-nista, nos transformamos en sujetos doblemente focalizados hacia el amor, atrapados en los mismos espacios que nos enajenaron de la historia de la humanidad. Dicha erótica contiene la ruptura de los limites de lo femenino y la resistencia al proyecto heterosexual establecido, rompiendo no sólo la misoginia, sino fundamentalmente la fidelidad de amor hacia los hombres.
Los modelos eróticos con que somos socializadas van construyendo y reconstruyendo la simbólica de lo femenino desde los poderes culturales, que son reforzados permanentemente por la iconografía de los medios de comunicación y de grupos culturales que, aunque, aparentemente tengan una posición permisiva o cuestionadora de la sexualidad o de la libertad, en lo medular siguen sosteniendo los viejos valores de la masculinidad.
Para cambiar estos valores se requiere necesariamente de un proceso político cultural civilizatorio que cuestione en lo más profundo los viejos estereotipos de la sociedad patriarcal, que sigue totalmente vigente, aunque se haya travestido de una seudo igualdad en esta masculinidad moderna.
El lesbianismo corresponde a un pensamiento historico-político que tiene características propias y que no son comparables, ni semejantes a la experiencia de las mujeres hetero-sexuales, aunque como mujeres seamos igualmente desvalorizadas.
La especificidad de la problemática de las lesbianas -a medida que el mundo homosexual ha adquirido más visibilidad- queda sumida en una lectura homosexual generalizada, donde priman de la misma manera que en la hetero-sexualidad, los intereses masculinos de un trato igualitario que no nos contiene.
Las feministas radicales y las feministas lesbianas sabemos que con leyes igualitarias no se arreglan nuestros problemas, ni se derrumba la feminidad como construcción cultural, por el contrario, la masculinidad sólo suma a su cultura a los discriminados útiles, allí radica su juego de diversidad.
La aspiración de igualdad que tiene el movimiento homosexual, corresponde a la nostalgia de haber formado parte de lo establecido y de compartir espacios de poder político y económico con el resto de los hombres. Siempre han formado parte del colectivo varón que tiene el poder.
La cultura que produce el mundo homosexual masculino está tanto o más impregnada de misoginia que la heterosexual. Ha sido usada por la cultura neoliberal masculinista para atrapar a las mujeres más que nunca en la secundaridad y la revalorización de objeto útil. El travestido no es otra cosa que la caracterización de la tonta femenina subordinada a los deseos y maltratos de la masculinidad.
Creo que la comunidad homosexual debiera repensar estos tics conservadores y el deseo de acceder a un sistema que los reprueba y persigue. Ya que sin entender la complejidad de la cultura masculinista en la que vivimos y lo funcionales que podemos llegar a ser, es difícil que nuestra opción sexual tenga una dimensión política que altere el sistema. Poco tenemos que hacer con los varones homosexuales, ellos no tienen nuestras experiencias corporales, históricas, ni biográficas de maltrato y sumisión, no son discriminados por sus cuerpos, sino por sus opciones. Forman parte de esta cultura, la reafirman y marcan constantemente.
La lesbo-homosexualidad se piensa desde un lugar fronterizo, entre la homosexualidad y la hetero-sexua-lidad, no forma parte de ninguno de estos dos modelos, aunque contenga algunos de sus tics culturales. Históricamente el pensamiento lesbiano ha sido un lugar de escondite y de exposición de un proyecto distinto de sociedad, donde no se necesita de la tolerancia de los poderes económicos, religiosos, culturales y políticos para existir.
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